Parte 1.
Una y mil veces mi enamorada y yo nos hemos contado la misma historia. Aquella que empezó con un “¿Disculpa, qué hora tienes?” y se extendió hasta nuestros días.
A veces suele pasar que nos preguntan "¿en dónde se conocieron?" Y resulta irónico responder “en un hospital”. Todos quedan con caras extrañadas como diciendo “qué lugar más inesperado para conocerse”. Hasta llegan a justificar la vocación por la salud de ella diciendo “Con razón ella escogió estudiar enfermería”…
Pues efectivamente en un centro de salud nos conocimos, una noche cuando me tocó ir a cuidar a mi padre, accidentado en una avenida de mi ciudad de regreso a casa en la moto, después de dejar a mi hermana en su universidad.
Todas las noches iba mi madre, otras mi hermano, de día lo visitaba mi hermana, mis tíos y amigos de su comunidad religiosa. Pero yo no me atrevía y no quería por estar disque ocupado en mis exámenes de medio ciclo que al igual que los finales de ciclo, son los más fuertes. Sin embargo, sabía que tenía que ir, a fin de cuentas más importante que los estudios en este momento era mi padre.
Una noche me decidí, aunque al siguiente día tenía examen, pero mi familia no lo sabía. En esos días no tenía cabeza para los estudios. La misión era velar toda la madrugada por él, estar atento a sus necesidades y procurarle compañía.
Llegué cerca de las nueve. Caminaba por el pasadizo general que lleva a los ascensores. Mi padre estaba en la tercera planta y subía para verlo. Mientras lo hacía, una señora bajaba con una muchachita. Lo único que recuerdo es haber visto tres trenzas caer de su cabello. Llegado al tercer piso, busqué el número de habitación y de cama. Mi padre estaba en la xxxxxx. Al verme sonrió, sentí un nudo en la garganta al verle así, quería decirle algo que lo animara, pero no me salía nada. Sólo le miraba, mientras él me contaba quién lo había visitado más temprano. “Jálate esa silla de allá y ponla cerca” –recuerdo que dijo-.
Estuve un rato con él y cerca de las diez, le pedí permiso para ir a comprar algo de comer y beber porque no había cenado y sabía que me daría hambre si me desvelaba. Caminaba de nuevo por el pasadizo general cuando frente mío volvía esa señora con su muchacha. Pasó por mi costado así que esta vez pude verla cara a cara. Era una mestiza morena achinada de cabellos lacios, algo robusta en ese entonces. Tal vez ni se percató de mí, simplemente pasó de largo. Yo tampoco tomé interés más que del que se tratase de las mismas mujeres que vi al llegar al hospital.
Compré lo necesario y subí con mi bolsa con galletas y pasteles. Al llegar al pasillo del tercer piso subiendo por las escaleras, la vi entrando a la misma habitación donde estaba mi padre, o al menos eso fue lo que me pareció, pero cuando llegué, no estaba. Esa muchacha estaba en la habitación contigua. Me quedé con mi padre hasta cerca de las doce, entre ronquidos de los enfermos, la penumbra de la habitación (porque a esas horas ya todos descansan), y el continuo picoteo de los zancudos. Entonces, querer echar un cabezazo para dormir algún rato era imposible para mí, acostumbrado al silencio y la comodidad de no ser perturbado por nada.
Recordé que afuera, en el pasillo, había una banca, así que tal vez podría recostarme un ratito, aunque no debía dejar a mi padre solo. “Al menos una media hora”, decía. Entonces salí. No contaba con que el frío era otro enemigo afuera, por tanto era mejor estar dentro de la habitación. Pero estando afuera quise sentir cómo era la vida de un hospital a esas horas.
Caminaba por el pasillo y llegué a la ventana grande que da al exterior. Miraba la puerta de emergencia resguardada por el vigilante, a su costado un chofer de mototaxi le conversaba algo. Más allá, en la orilla de la pista estaba el emolientero (con su emoliente: bebida natural preparada con plantas medicinales), muy demandada para la salud del hígado y riñón. Cuatro o cinco taxis llegaban estacionándose cerca de la puerta principal. Adentro de la puerta de emergencia, dormían arropados algunos familiares de enfermos que entraron por emergencia. “Al menos aquí hace menos frío” –me consolaba yo mismo-. Regresé la mirada hacia la habitación de mi padre recordando que debía volver, de pronto vi salir de la siguiente a la muchacha, tal vez motivada por lo mismo que me impulsó a salir. Pero tampoco tome importancia al asunto, pues a pesar de todo no sé por qué esa noche solo quería conversar conmigo mismo.
Volví la mirada nuevamente hacia el exterior tras la ventana y allí me quedé por espacio de 10 minutos ensimismado. Es entonces que escucho una voz que me pregunta: “Disculpa, ¿qué hora tienes?” Ese fue el inicio de una amistad que pasó a ser aventura, y que continuó acompañada del cariño para quedarse con nosotros como amor. Pero la continuación de esta historia será motivo de otro capítulo.
A veces suele pasar que nos preguntan "¿en dónde se conocieron?" Y resulta irónico responder “en un hospital”. Todos quedan con caras extrañadas como diciendo “qué lugar más inesperado para conocerse”. Hasta llegan a justificar la vocación por la salud de ella diciendo “Con razón ella escogió estudiar enfermería”…
Pues efectivamente en un centro de salud nos conocimos, una noche cuando me tocó ir a cuidar a mi padre, accidentado en una avenida de mi ciudad de regreso a casa en la moto, después de dejar a mi hermana en su universidad.
Todas las noches iba mi madre, otras mi hermano, de día lo visitaba mi hermana, mis tíos y amigos de su comunidad religiosa. Pero yo no me atrevía y no quería por estar disque ocupado en mis exámenes de medio ciclo que al igual que los finales de ciclo, son los más fuertes. Sin embargo, sabía que tenía que ir, a fin de cuentas más importante que los estudios en este momento era mi padre.
Una noche me decidí, aunque al siguiente día tenía examen, pero mi familia no lo sabía. En esos días no tenía cabeza para los estudios. La misión era velar toda la madrugada por él, estar atento a sus necesidades y procurarle compañía.
Llegué cerca de las nueve. Caminaba por el pasadizo general que lleva a los ascensores. Mi padre estaba en la tercera planta y subía para verlo. Mientras lo hacía, una señora bajaba con una muchachita. Lo único que recuerdo es haber visto tres trenzas caer de su cabello. Llegado al tercer piso, busqué el número de habitación y de cama. Mi padre estaba en la xxxxxx. Al verme sonrió, sentí un nudo en la garganta al verle así, quería decirle algo que lo animara, pero no me salía nada. Sólo le miraba, mientras él me contaba quién lo había visitado más temprano. “Jálate esa silla de allá y ponla cerca” –recuerdo que dijo-.
Estuve un rato con él y cerca de las diez, le pedí permiso para ir a comprar algo de comer y beber porque no había cenado y sabía que me daría hambre si me desvelaba. Caminaba de nuevo por el pasadizo general cuando frente mío volvía esa señora con su muchacha. Pasó por mi costado así que esta vez pude verla cara a cara. Era una mestiza morena achinada de cabellos lacios, algo robusta en ese entonces. Tal vez ni se percató de mí, simplemente pasó de largo. Yo tampoco tomé interés más que del que se tratase de las mismas mujeres que vi al llegar al hospital.
Compré lo necesario y subí con mi bolsa con galletas y pasteles. Al llegar al pasillo del tercer piso subiendo por las escaleras, la vi entrando a la misma habitación donde estaba mi padre, o al menos eso fue lo que me pareció, pero cuando llegué, no estaba. Esa muchacha estaba en la habitación contigua. Me quedé con mi padre hasta cerca de las doce, entre ronquidos de los enfermos, la penumbra de la habitación (porque a esas horas ya todos descansan), y el continuo picoteo de los zancudos. Entonces, querer echar un cabezazo para dormir algún rato era imposible para mí, acostumbrado al silencio y la comodidad de no ser perturbado por nada.
Recordé que afuera, en el pasillo, había una banca, así que tal vez podría recostarme un ratito, aunque no debía dejar a mi padre solo. “Al menos una media hora”, decía. Entonces salí. No contaba con que el frío era otro enemigo afuera, por tanto era mejor estar dentro de la habitación. Pero estando afuera quise sentir cómo era la vida de un hospital a esas horas.
Caminaba por el pasillo y llegué a la ventana grande que da al exterior. Miraba la puerta de emergencia resguardada por el vigilante, a su costado un chofer de mototaxi le conversaba algo. Más allá, en la orilla de la pista estaba el emolientero (con su emoliente: bebida natural preparada con plantas medicinales), muy demandada para la salud del hígado y riñón. Cuatro o cinco taxis llegaban estacionándose cerca de la puerta principal. Adentro de la puerta de emergencia, dormían arropados algunos familiares de enfermos que entraron por emergencia. “Al menos aquí hace menos frío” –me consolaba yo mismo-. Regresé la mirada hacia la habitación de mi padre recordando que debía volver, de pronto vi salir de la siguiente a la muchacha, tal vez motivada por lo mismo que me impulsó a salir. Pero tampoco tome importancia al asunto, pues a pesar de todo no sé por qué esa noche solo quería conversar conmigo mismo.
Volví la mirada nuevamente hacia el exterior tras la ventana y allí me quedé por espacio de 10 minutos ensimismado. Es entonces que escucho una voz que me pregunta: “Disculpa, ¿qué hora tienes?” Ese fue el inicio de una amistad que pasó a ser aventura, y que continuó acompañada del cariño para quedarse con nosotros como amor. Pero la continuación de esta historia será motivo de otro capítulo.